«La democracia es la peor forma de gobierno, excepto todas las demás que han sido probadas»
Winston Churchill
Hace ochenta años, cuando Europa emergía de las ruinas de la Segunda Guerra Mundial, los líderes aliados se reunieron en Yalta para trazar el mapa del nuevo orden global. El mundo quedó dividido entre la esfera soviética y el bloque occidental, un antagonismo que definiría la Guerra Fría. Hoy, ese mapa se está borrando y redibujando tantas veces que las líneas de conflicto ya no son ideológicas, sino algo más ambiguo: la lucha entre el autoritarismo populista y las democracias liberales.
Muy parecido al análisis que harían Max Weber (1864-1920) y Ernesto Laclau (1935-2014) de este momento. Weber, con su teoría sobre la burocracia y los tipos de dominación, nos recordaría que los populismos contemporáneos –desde Trump hasta Putin– han encontrado en la emoción y el carisma la clave para erosionar las instituciones democráticas. Laclau, por otro lado, nos diría que el populismo no es solo una estrategia de poder, sino una forma de articular demandas insatisfechas en torno a un “significante vacío”: un concepto flexible que puede unir a sectores sociales diversos bajo una narrativa común.
Tomemos a Vladimir Putin y Donald Trump como ejemplos. Aunque uno gobierna con mano de hierro en Moscú y el otro intentó desmantelar el sistema desde Washington, ambos comparten una estrategia común: desafiar el orden liberal y sustituirlo con un modelo en el que la política se basa en la lealtad personal, el desprecio por la burocracia y la movilización de un “pueblo” contra una “élite corrupta”. En el lenguaje de Weber, esto es la transición de una dominación legal-racional (basada en instituciones y reglas) hacia una dominación carismática (basada en la figura del líder como salvador).
Pero el populismo no se limita a la derecha. En América Latina, el chavismo en Venezuela usó la misma lógica que está empleando Trump 2.0: convirtió la democracia en un vehículo para instalar un poder absoluto. Laclau describiría esto como la construcción de una cadena de equivalencias, donde diversas demandas populares –económicas, identitarias, políticas– se agrupan bajo un solo enemigo: el imperialismo, la oligarquía o, en el caso de Trump, el “Estado profundo”.
Venezuela es el caso más ilustrativo de este choque global. Hugo Chávez supo articular el descontento social con una narrativa populista que le permitió consolidar el poder y, a la vez, integrarse en el bloque geopolítico de Rusia, China e Irán. En su momento, esta alianza se justificó en la retórica del antiimperialismo, pero hoy en día, sin una ideología comunista clara, lo que une a estos regímenes es el pragmatismo autoritario: una lógica en la que el poder se conserva a toda costa y la democracia es solo un obstáculo en el camino.
Aquí es donde Weber haría su advertencia: los regímenes autoritarios no solo sobreviven por el carisma de sus líderes, sino porque construyen burocracias eficientes para el control del poder. La maquinaria del Estado chavista-madurista, con su aparato militar y su red de inteligencia dirigida por Cuba, no es solo un capricho ideológico, sino una estructura racionalizada para sostener el régimen. Venezuela, en este sentido, no es un problema solo venezolano; es un nodo dentro de un sistema global de regímenes que han aprendido a gobernar con las reglas de la democracia para destruirla desde adentro.
Entonces, ¿qué significa esto para el mundo democrático? Si la Guerra Fría nos enseñó que el comunismo no era eterno, hoy deberíamos entender que el populismo autoritario tampoco lo es. Pero para combatirlo se necesita más que indignación: se requiere la construcción de un nuevo proyecto hegemónico. Laclau argumentaba que toda lucha política es una batalla por la hegemonía, es decir, por la capacidad de definir qué es el bien común. En Venezuela, por ejemplo, María Corina Machado ha sido el intento más serio de constituir una alternativa democrática que no solo se base en el rechazo al cabello-madurismo, sino en la articulación de una identidad popular que pueda competir con el relato autoritario.
Pero este desafío no es exclusivo de América Latina. En Estados Unidos, Europa y otras democracias, el populismo sigue erosionando instituciones y normas con la promesa de una política más “directa” y menos burocrática. Sin embargo, si algo nos enseña Weber es que la estabilidad de la democracia no puede depender del carisma de un líder, sino de la fortaleza de sus instituciones. Y si algo nos ilustra Laclau es que la democracia no puede ser solo una estructura vacía; debe ser un proyecto que movilice, emocione y ofrezca un horizonte de futuro.
El mundo necesita reconstruir su mapa político luego de 34 años del fin de la confrontación ideológica. No es suficiente con resistir el populismo autoritario; es necesario articular una visión democrática que inspire y convoque. Sin ello, la historia nos enseña que el vacío será llenado por quienes mejor sepan explotar el miedo y la incertidumbre.
El reto es claro: o redibujamos el mapa los demócratas o lo harán los autócratas.