evtv
Actualizados Opinión

Salud Hernández-Mora | El Catatumbo que conocí

Cuando las tropas de Salvatore Mancuso perpetraron la masacre de La Gabarra, en agosto de 1999, las Farc llevaban cuatro lustros en el que era el poblado más cocalero del Catatumbo.

La estampida hacia Venezuela fue masiva, pero con el pasar del tiempo, muchos pobladores retornaron y se resignaron al yugo paramilitar.

En aquellos años, recorrer el trayecto entre Cúcuta y dicho corregimiento de Tibú, de unas cuatro horas, era una lotería.

Leer también: Carlos Granés | María Corina Machado ante la historia

Una vez me tocó una pesca milagrosa del ELN. Demoramos un par de horas retenidos, a pesar de que el Ejército estaba cerca. Además de obligarnos a escuchar la clásica arenga sobre su guerra, buscaban una buena camioneta con platón. Como en esa época nadie osaba circular en zona roja con un vehículo nuevo, debieron conformarse con la única que hallaron en un estado aceptable. Lo triste es que también se llevaron al conductor.

En Campo Dos solías encontrarte con los paras. Por eso, en los taxis colectivos era frecuente que, después de cualquier retén, un pasajero sugiriese ponernos de acuerdo en qué debíamos decir si nos topábamos con otro grupo y preguntaban si habíamos visto otros armados en la vía. La respuesta no era sencilla. Si respondías que no y adivinaban que mentías, podías tener problemas. Y si contabas la verdad, también.

Seguías la ruta, pasabas por el desvío a Tibú, y en los 54 kilómetros hasta La Gabarra volvías a dar con las AUC (ACCU entonces) en el 25, un caserío minúsculo, y en Vetas, vereda algo más grande.

Leer también: Luis Carlos Vélez | Trump y Petro

Si preferías viajar por territorio Farc, en lugar de ir por tierra, te dirigías a Versalles y luego embarcabas en una lancha. El río Catatumbo también estaba dividido entre ambas bandas criminales, pero se sabía qué parte pertenecía a cada una y era una ruta más tranquila.

Los muertos, que se volvieron paisaje, solo importaban a sus allegados, y con frecuencia ni guerrillas ni paras permitían levantarlos. Recuerdo que dos monjas y un sacerdote recogieron decenas de cuerpos de ríos y caminos, a riesgo de sus vidas, con una valentía encomiable.

También murieron incontables combatientes. A unos los botaban al río, a otros los sepultaban en fosas comunes, aunque los paras solían contratar funerarias para transportarlos a sus lugares de origen. Cada grupo imponía su ley en su área de influencia y si bien las AUC acostumbraban a incorporar tropa de otras latitudes, las guerrillas reclutaban fácil en el Catatumbo y contaban con organizaciones sociales.

Leer también: Ángel Lombardi | Unidad y cambio democrático

En diciembre de 2004, en una explanada de Campo Dos y con presencia de Mancuso, el bloque Norte de las AUC se desmovilizó. Poco después, para comprobar si era cierta su salida, hice un recorrido por su reino, tanto por río como por trochas. Y constaté que ya no estaban.

Su desaparición, unida a una intensa campaña de fumigación aérea, provocó el fin de la bonanza cocalera. La Gabarra languideció, igual que sus veredas, dejaron de ser atractivas tanto para los armados como para la población flotante de raspachines, que partió hacia Llorente o Puerto Asís, entre otras localidades. Pasaron unos años hasta que renacieron con fuerza matas y laboratorios, y las guerrillas y el universo cocalero reaparecieron como si jamás se hubieran ido.

El ELN y las Farc reconquistaron el poderío de antaño en todo el Catatumbo. Y el EPL –llamado los Pelusos– nunca se recuperó de la muerte de Megateo y la posterior detención de su heredero, y poco a poco quedó reducido al mínimo.

Leer también: Roberto Marrero | ¡Maduro, coge el concejo!

Aunque en Bogotá sigue rigiendo la falsa narrativa de que los lugareños no tienen alternativa a la coca, la propia Iglesia católica en Tibú desechó el argumento. Pidió poner en marcha proyectos de infraestructuras, propuestos por líderes y expertos locales, para impulsar la economía lícita. Pero solo arrojará resultados positivos cuando la población local esté dispuesta a dar un giro de 180 grados.

Mientras sigan apegados a la coca, que llevan sembrando desde hace casi medio siglo, y no se sacudan la cultura narca, no habrá posibilidad alguna de erradicar la violencia. Un proceso que, en todo caso, nunca será ni rápido ni sencillo.

El mero propósito de ganar algún grado de confianza hacia las Fuerzas Militares, la Policía Nacional o la Fiscalía se antoja inalcanzable en el corto y medio plazo, por distintas razones.

Leer también: Andrés Kogan Valderrama | Venezuela y el silencio de las izquierdas globales

Tampoco será fácil atraer inversión. O la corrupción se traga los fondos o la violencia la ahuyenta. Y conviene recordar, cuando circulas por los kilómetros que el Ejército pavimentó entre Tibú y La Gabarra, que su construcción costó vidas de soldados. Las guerrillas los mataron y los civiles nunca los alertaron.

La frontera con el santuario venezolano supone una enorme ventaja estratégica para el ELN. Si persiste una dictadura que necesita a la guerrilla y un Gobierno socialista condescendiente con ella, nada avanzará.

Petro, que arrancó su mandato caminando en loor de multitudes por El Tarra, retando a Duque, ha provocado un desastre humanitario como el del 99. Y eso que prometió acabar con el ELN en tres meses.